Ana C
5 min readAug 28, 2020

Máquina del Tiempo

He descubierto una máquina del tiempo. Es tan efectiva tanto para viajar al pasado como para tentar el futuro. Y es que tengo una manía, una manía exquisita de guardar cosas dentro de libros.

Tickets de metro, recibos de pago, ese boleto de avión de Jerez que nunca pude utilizar porque olvidé mi pasaporte. En Mujeres que Corren con los Lobos encontré la entrada al Camp Nou, ese día particularmente cálido de invierno dónde decidimos caminar a casa saliendo del partido porque el metro estaba repleto y el aire se sentía ligero cómo una noche de verano. Recuerdo y sonrío, ya que sólo yo tengo la suerte de viajar con alguien que no sólo le gusta comer tanto como a mí, sino que está dispuesta a atravesar Barcelona a pie con tal de disfrutar del clima.

Esta máquina del tiempo es tan curiosa como su dueña. Solo yo guardo mi certificado de graduación entre las páginas de un libro de cocina. Por supuesto que cuando busqué la receta de las madalenas de lavanda, me transporté al aula de clases cuando el papel cayó de entre las páginas de On Food and Cooking. Y es que fui tan feliz y no lo sabía. Las prisas entre una escuela y otra. Malabareando doce materias por semestre, cuchillos, moldes de silicon, recetarios, planos de geometría analítica, alfajores y entregas de modelación digital. Todo tarde, todo a medias. Nadie quería estar en mi equipo ya que sabían que no estaba ni acá, ni allá. Recuerdo con una sonrisa al profesor Omar, que mientras suspiraba me aceptaba mi entrega final a la mitad vacía y la cajita de macarrones que le acompañaba.

A veces también encuentro cosas más convencionales, cómo mi T-JOVE en el libro de Cuina Catalana. Me regresa de vuelta a ese tren que tomaba diario hacia St Pol de Mar. Aún puedo oír la risa de Natalia, el reggea de Sergi y el ronroneo de Napoleón. En ese piso que compartimos dónde nos acusaron de robar las luces navideñas del vestíbulo, de fumar marihuana y de hacer ruidos extraños por la noche. Solo una de las anteriores era verdad.

El otro día encontré un bumper sticker de cuándo trabajé en Orlando, se cayó al suelo cuándo tomé Tender Is the Night de la repisa y le sacudí el polvo. Puedo sentir los pies empapados de ese día que corrimos a toda velocidad en plena tormenta eléctrica tratando de llegar al Fast-Pass de Flight of Passage. Aún puedo sentir la electricidad de la energía de Angie.

O ese pisito en el barrio diecinueve de Paris. Yo dormía incómodamente en el sillón y la lavadora de platos servía un día si y otro no. Tenía que cambiar 3 veces de línea de metro para llegar al trabajo y salir dos horas antes. Pero nada de eso importaba. Vivíamos en Paris. Entre cafecitos y artistas. Si cierro los ojos puedo oler el café en esa terraza dónde me encantaba ir, pedir mi pain au chocolat, y perderme entre el olor a tabaco y los “voilás!” y “je ne sais pas quois”. Y estoy segura que entre las páginas de Great Expectations todavía puedo encontrar alguna evidencia de ese lugar.

En el libro de Open encontré el boleto a Londres, dónde por primera vez en mi vida tomé una mochila y me aventuré a viajar sola. Para mi sorpresa, ese viaje transcurrió sin acontecimientos fuera de serie (si omitimos la parte dónde compartí cuarto de hostal con un payaso vagabundo). Recuerdo a Emily en York. Su familia perfectamente inglesa. El ticket del concierto de Thomas Rhett, el funeral más bonito del mundo.

En el libro de Sartre seguro podemos encontrar evidencia de aquel otoño en la Costa Azul de Francia. Las palmeras que se veían desde ese cuartito. Cada día despertaba anhelando el momento en que dejaría atrás ese balcón y regresaría a casa. Pero sabes, la vida es cíclica, y hace un par de semanas estaría viendo esas palmeras, sólo que dos años habrían transcurrido y estaría agarrando la mano de Ben. Poco tenía idea que cuándo tomaría el tren a Milan sería un “allée-retour”.

Encontré un recibo de ese viaje a Vaqueira. Juré que no existiría evidencia de mi más grande locura. Pero ahí estaba, y estoy segura que Dani todavía tiene en su iCloud la foto del DNI de Alex. O era Alec? No recuerdo. Tampoco importa. Solo recuerdo que la conversación fue profunda y que el vino duró más que las brasas en la chimenea. Y no acabé desaparecida, así que sin duda fue un ganar-ganar.

Eso me recordó a amores pasados. Louis y su guitarra, Rob inglés y su acento, Rob alemán y su barba… el poste de luz. Que ganas de regresar al pasado y abrazarme a mi misma y decirme que todo irá bien. De hecho, más que bien; con Ben y su manera tan particular de querer bonito.

También hay recuerdos que no tienen souvenirs guardados entre las páginas de un libro, sin embargo igual me llegan de repente y me invaden los sentidos.

La conversación con Anita aquella noche en Acapulco. Ese fue el día que por primera vez noté lo rápido que se consumen los cigarros en la playa. La cara de Sofía cuándo descubrió que a veces los sabores se sienten y que el tiempo es de plastilina. El día que se nos fue la luz y no nos dimos cuenta.

Cuando Sofía estaba embarazada, aunque en verdad nunca lo estuvo. Pero Ana si, y todavía siento los cientos de pececillos rodearme cuando al recibir la noticia salté al mar helado de la emoción. Cuándo le enseñé a Daniel mi rincón favorito. Él no lo sabía, y probablemente yo tampoco, pero ese día lo dejaría ir. Todavía me acuerdo de lo insípido que me supo el desayuno al día siguiente. Todo sabía a despedida.

Y es que esta máquina del tiempo es mágica. Porque así como tiene el poder de transportarme al pasado, me lleva con igual de facilidad al futuro. Me enseña que la vida es un ciclo y que tiene que vivirse en espiral y hacia arriba.

Hay cosas que nunca cambian, como la risa de Carmen, la autenticidad de Camila, la magia intrínseca de Geraldine, la permanencia de Alma, la impermanencia de la vida. El secreto está en dejarse llevar y en vivir.

Vivir sin miedo. Vivir sin límite. Vivir sin pena.

Vivir hoy, para después abrir un libro mañana y volver a vivir todo de nuevo.